Cada verano trae consigo un cierre y un nuevo comienzo. Es una estación que, más allá del calor y las vacaciones, marca el final de una etapa fundamental en la vida de muchos jóvenes: el fin de su vida estudiantil como la conocían y el inicio de una nueva etapa llena de desafíos, sueños y responsabilidad. La graduación no es solo un evento simbólico, es una ceremonia de transformación. Una despedida de la niñez y la adolescencia y una bienvenida a la adultez con todas sus implicaciones.
“Si no cultivamos el pensamiento crítico, la empatía, la conciencia colectiva, estaremos criando profesionales que solo busquen el dinero y el poder, sin importar a quién pisan en el camino”.
El día comenzó con emociones encontradas. Se podía sentir en el ambiente esa mezcla de alegría y nostalgia, de nervios y esperanza. En los pasillos y auditorios, se escuchaban risas, susurros, algunos sollozos discretos y abrazos largos que decían más que mil palabras.
Muchos estudiantes llegaban con una sonrisa plena, orgullosos del camino recorrido. Otros, en cambio, llegaban con la mirada reflexiva, conscientes de que aquel momento era también un salto al vacío de lo desconocido.
La ceremonia inició con la presentación de la mesa directiva y las autoridades escolares. Tras ello, uno a uno fueron pasando los graduados. El miedo que algunos llevaban en el rostro fue desapareciendo mientras caminaban hacia el escenario, arropados por los aplausos de sus familiares, amigos y maestros. Las sonrisas comenzaban a florecer, como si el acto mismo les diera la fuerza para aceptar lo que venía.
Uno de los momentos más simbólicos fue la entrega de la bandera a la nueva generación. Un gesto simple, pero poderoso. Los alumnos de mayor grado entregaron el estandarte a sus compañeros más jóvenes, recordándoles que ahora era su turno de continuar, de liderar, de mantener en alto los valores, el respeto y el legado que deja una generación que se va, pero que no desaparece, porque su huella queda en cada rincón de la escuela y en los recuerdos de quienes continúan.
Después, el director de la institución, profesor Gabriel Ortega García, tomó el micrófono y ofreció un discurso que tocó los corazones de todos los presentes. Con voz firme pero cálida, recordó que nunca hay que rendirse, incluso cuando el camino parece cuesta arriba. Dijo que el futuro está por escribirse y que aunque no todo será fácil, los estudiantes deben caminar hacia adelante con determinación.
También habló del esfuerzo invisible de las familias. De esos padres, madres, abuelos y hermanos que, muchas veces en silencio, luchan día a día para ofrecerles una oportunidad de estudiar. “No se rinden ustedes solos; detrás de ustedes hay amor, sacrificio, sudor y lágrimas. Por eso, jamás retrocedan”, dijo. Fue un momento que dejó a más de uno con los ojos brillosos y el corazón apretado.
La entrega de reconocimientos fue el siguiente punto del programa. Cada diploma recibido era una prueba tangible del esfuerzo, la dedicación y la perseverancia. Pero no sólo fueron premiados los mejores promedios académicos. También se reconoció a deportistas, cantantes, declamadores y a todos aquellos jóvenes que, además de destacarse en el aula, demostraron que el crecimiento personal no se limita a lo académico.
Se subrayó la importancia de nutrir también el cuerpo y el alma: hacer ejercicio, leer, crear y expresarse. Como se dijo en la ceremonia: “El cuerpo es un templo, y el alma se alimenta de poesía, filosofía y arte. Si desarrollas todas tus virtudes, podrás ser la mejor versión de ti mismo”.
El Movimiento Antorchista, promotor de este evento, demostró que su compromiso con la cultura no es discurso, sino acción. Comenzaron a dar paso a presentaciones artísticas que emocionaron al público.
Alumnos de sexto grado recitaron un poema con tal sentimiento que lograron conmover incluso a los más escépticos. Luego, una cantante regional subió al escenario. Su voz llenó cada rincón del lugar con fuerza y dulzura. No sólo interpretaba canciones: transmitía emociones. Nos recordó que el talento no está reservado para escenarios internacionales, porque también florece en nuestras comunidades.
Cuando parecía que todo había concluido, entraron al escenario unos jóvenes disfrazados de ancianos. Nadie sabía qué esperar. Pero entonces comenzó una danza hipnótica. Cada movimiento estaba lleno de simbolismo y el público no podía apartar la vista. Era tan impactante que, como alguien dijo después, “nadie se atrevía a pestañear, por miedo a perderse un instante irrepetible”. Los aplausos que siguieron fueron ensordecedores.
Pero aún quedaban sorpresas. Un grupo de niños pequeños, vestidos con trajes típicos regionales, apareció en escena. Al principio, muchos pensaron que sería una presentación tierna pero modesta, como las que se ven en cualquier primaria. Sin embargo, desde el primer paso, esos niños nos cerraron la boca. Bailaban con precisión, energía y gracia. Eran tan talentosos que nos hicieron reflexionar sobre los prejuicios. Nos enseñaron que el talento no tiene edad y que no debemos subestimar a nadie.
Para muchos, ese momento fue una lección de humildad. Comprendimos que una gran presentación puede venir de un artista consagrado o de un niño de cinco años.
La cantante regional volvió a cerrar la parte artística del evento. Cantó con tanta pasión que parecía incansable. Su voz, lejos de agotarse, se fortalecía con cada nota. Algunos dijeron que, si pudiera, cantaría hasta que su espíritu saliera de su cuerpo, y aun así seguiría cantando en el más allá. Su entrega fue absoluta y su talento, inolvidable.
Antes de finalizar, Nelson Rosales Córdova, representante estatal del Movimiento Antorchista, tomó la palabra. Su mensaje fue directo: la educación es la única vía real hacia la libertad. Dijo que un pueblo que no se educa está condenado a la obediencia y la mediocridad. Aunque reconoció el valor de las carreras técnicas y científicas, también destacó la importancia del humanismo.
“Si no cultivamos el pensamiento crítico, la empatía, la conciencia colectiva, estaremos criando profesionales que solo busquen el dinero y el poder, sin importar a quién pisan en el camino. Un pueblo sin humanismo es un pueblo esclavo de su propia ignorancia”, sentenció. Fue un llamado urgente a formar no sólo trabajadores eficientes, sino ciudadanos conscientes.
Para cerrar esta jornada llena de emociones, todos se dirigieron al salón de eventos, donde se celebró una cena de despedida. Ese espacio se convirtió en el escenario perfecto para la reconciliación. Muchos aprovecharon para decir lo que durante años no se habían atrevido: pedir perdón, ofrecer abrazos, compartir lágrimas sinceras. Las emociones fluían como un río desbordado. Se perdonaron errores, se cerraron heridas, se renovaron amistades.
Ahí comprendí algo muy profundo: cuando las personas se detienen a escucharse de verdad, a hablar desde el corazón, los resentimientos se disuelven y los lazos se reconstruyen. Esa noche, los problemas entre alumnos y profesores, los conflictos entre compañeros, las amistades rotas, todo quedó atrás. En ese salón, por primera vez en mucho tiempo, todos estaban en paz.
Y así, con el alma ligera y el corazón lleno, nos despedimos. No fue una despedida cualquiera, sino un cierre digno de una etapa inolvidable. Nos fuimos sabiendo que no hay mejor forma de terminar un ciclo que en armonía, agradecidos y listos para caminar hacia un nuevo rumbo.
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