MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

El arte que despierta conciencias

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En un país marcado por la desigualdad, donde casi 47 millones de personas viven en la pobreza, según Coneval, llevar un espectáculo de calidad internacional a un municipio que ha construido su infraestructura cultural a pulso y sin apoyo gubernamental, es un acto político de primer orden.

Un pueblo que no accede al arte que cuestiona, que une y que despierta la conciencia crítica, es un pueblo más fácil de dominar.

El pasado fin de semana, en el Teatro de Tecomatlán, más de 2 mil personas no sólo escucharon un concierto; presenciaron un acto de resistencia. La presentación del ensamble vocal Voz en Punto trascendió lo musical para convertirse en una lección práctica sobre el poder transformador de la cultura.

El ingeniero Aquiles Córdova Morán, secretario general del Movimiento Antorchista, lo resumió con precisión: para el Movimiento Antorchista, el arte no es un adorno, sino un “arma de concientización”. Esta frase, que podría sonar grandilocuente en otros contextos, aquí adquiere una dimensión concreta.

En un entorno donde los medios y las redes sociales promueven la resignación, el individualismo y la normalización de la precariedad, recuperar el arte como herramienta de identidad y unidad de clase no es una opción, es una necesidad.

La elección del repertorio de Voz en Punto no fue casual. Desde las canciones de Cri-Cri que hilan la memoria colectiva de la niñez, hasta los sones jaliscienses que son columna vertebral del folclor nacional, el programa fue un recorrido por la cultura que le pertenece al pueblo.

El momento más simbólico llegó con la colaboración de los jóvenes del Instituto de Artes Macuil Xóchitl. Ese escenario compartido entre artistas consagrados y talento local encarnó la verdadera democratización cultural: no se trata de bajar el arte “desde arriba”, sino de cultivarlo y compartirlo en comunidad.

Este modelo contrasta brutalmente con la realidad cultural predominante en México. Mientras en Tecomatlán se canta “La Negra” y “Bésame Mucho” en un teatro construido por el esfuerzo organizado de la gente, en las grandes ciudades el arte se convierte cada vez más en un lujo para élites. 

Festivales con boletos inalcanzables, exposiciones para el turismo extranjero, conciertos que son productos de consumo más que experiencias humanas significativas. El sistema capitalista ha secuestrado la cultura; la ha convertido en mercancía y ha excluido a su propio creador: el pueblo.

Lo grave, como señala Córdova Morán, es que esta exclusión no es accidental. Es parte de una estrategia de dominación ideológica. Un pueblo entretenido con cultura vacía y comercializada es un pueblo distraído. Un pueblo que no accede al arte que cuestiona, que une y que despierta la conciencia crítica, es un pueblo más fácil de dominar.

La pobreza no es sólo la falta de pan o techo; es también la imposibilidad de acceder a la belleza, al conocimiento y a la reflexión que el arte proporciona. Es la negación del derecho a soñar y a imaginar un futuro distinto.

Frente a este panorama, la labor de Antorcha, con todas las críticas que pueda merecer por su orientación política, plantea una alternativa tangible. No se limita a denunciar la injusticia, sino que construye teatros, organiza festivales nacionales de danza y acerca espectáculos de primer nivel a comunidades rurales. Demuestra que, con organización y objetivos claros, el pueblo puede generar sus propios espacios dignos.

Tecomatlán es la prueba de lo anterior: un municipio con infraestructura cultural que es la envidia de muchos otros que dependen de una ayuda gubernamental que nunca llega, o que llega con fines clientelares.

La batalla cultural, por tanto, es inseparable de la lucha política. Exigir empleos y salarios justos es imprescindible, pero es incompleto si no se exige también el derecho a la cultura como un derecho fundamental.

Un pueblo que sólo consume la cultura que el sistema le ofrece, superficial, alienante, es un pueblo que pierde su memoria y su capacidad de indignación. En cambio, un pueblo que se reconoce en su música, en su danza, en su poesía, es un pueblo que fortalece sus raíces y se descubre como sujeto histórico.

El concierto en Tecomatlán dejó una resonancia más profunda que los aplausos. Dejó la certeza de que el arte, cuando se pone al servicio del pueblo, puede ser un faro en la oscuridad. Sensibiliza, educa, une y, sobre todo, recuerda a los explotados que la pobreza no es un destino inevitable, sino el resultado de un sistema económico que puede y debe ser cambiado.

En definitiva, la cultura no es un lujo. Es un nutriente del alma y un instrumento de liberación. Como bien dijo el director José Galván, ver la importancia que Tecomatlán da a la educación y la cultura es un ejemplo que uno quisiera para todos los pueblos de México.

Mientras la cultura oficial mercantiliza y excluye, iniciativas como esta siembran la semilla de un México culto, consciente y, por tanto, más libre y justo. Un pueblo sin cultura es un árbol sin raíces, pero un pueblo que cultiva su arte es, sencillamente, invencible.

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