Las cifras que sale a dar de manera oficial el gobierno de la 4T quieren cantar una victoria que no existe; en agosto de este año, se registró como el mes más “tranquilo”, con menos homicidios en una década, con mil 880 asesinatos, de los cuales 45 fueron feminicidios.
El promedio diario cayó a 60.6, una reducción del 32 % comparada con septiembre de 2024; datos con los cuales la titular del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP), Marcela Figueroa Franco, calificó como el resultado de “una tendencia sostenida a la baja” en los primeros once meses de la administración de la presidenta Claudia Sheinbaum.
La desarticulación de laboratorios de drogas y el aseguramiento de armas, aunque son acciones plausibles, son sólo paliativos si no se atacan estas condiciones materiales de existencia que generan la violencia.
Pero detrás de estas cifras oficiales se esconde una geografía fracturada de la violencia: siete entidades concentran más de la mitad de los crímenes del país; entre ellas, con un 5.9 % del total nacional, se encuentra Guerrero.
Este dato, aparentemente frío, es importante para entender la compleja realidad: la paz es un privilegio geográfico y, para estados como Guerrero, la reducción estadística no necesariamente se traduce en tranquilidad cotidiana.
Para comprender el presente de Guerrero, es importante volver la mirada al pasado inmediato. Nuestro estado vivió una espiral de violencia devastadora entre 2023 y 2024. En 2023, los homicidios crecieron un 20 %, registrándose 1 mil 688 víctimas de homicidio doloso; una alarmante cifra donde el 73 % de estas muertes, mil 232, fueron perpetradas con arma de fuego.
Pero la pesadilla se intensificó en 2024, donde, en solo nueve meses (de enero a septiembre), se superó la cifra total del año anterior con al menos 1 mil 675 víctimas.
Frente a estos datos espeluznantes, las reducciones reportadas este año (una caída del 34.9 % en el segundo trimestre y del 12.3 % en el primer semestre) deben analizarse con mucha cautela; si bien son mejoras significativas que salvan vidas, no deben borrarse de un plumazo la profundidad de la crisis estructural que padece el estado.
Que Guerrero ya no ocupe los primeros lugares de la lista negra es un alivio, pero su permanencia entre los siete estados más violentos del país revela que la emergencia está lejos de concluir.
Para entender por qué hay estados que se mantienen en focos rojos, es necesario buscar las causas. La violencia estructural surge de la explotación económica y la acumulación desigual del capital; la concentración de la riqueza en pocas manos, mientras amplios sectores luchan contra la pobreza.
La falta de oportunidades económicas formales y la marginación social de comunidades enteras del sistema productivo formal empujan a una parte de la población hacia economías paralelas, donde la ley del más fuerte se impone. Cuando el sistema es incapaz de incorporar a grandes segmentos de la población, estos quedan alienados y se ven forzados a una competencia violenta por recursos escasos.
En este escenario, la debilidad institucional en zonas que no benefician a los grupos de poder económico se hace más evidente. El Estado, en su concepción más crítica, ha fallado en proveer justicia, educación y oportunidades de desarrollo en Guerrero durante años.
La desarticulación de laboratorios de drogas y el aseguramiento de armas, aunque son acciones plausibles, son solo paliativos si no se atacan estas condiciones materiales de existencia que generan la violencia.
Los datos de agosto son un respiro para una sociedad que está cansada de tanta sangre; por cada homicidio evitado, es una tragedia eludida. No obstante, sería un error monumental confundir este descenso estadístico con una derrota definitiva de la violencia.
Para Guerrero y para los otros seis estados que concentran más de la mitad de la violencia en el país, la paz sigue siendo un concepto frágil. La verdadera seguridad no llegará sólo con más operativos y detenciones; llegará cuando se combata la desigualdad social, cuando se generen empleos dignos, cuando la educación y la salud dejen de ser privilegios y cuando el Estado demuestre, con hechos, que la vida de todos los mexicanos, especialmente de los más pobres y marginados, vale igual.
La reducción de homicidios a nivel nacional en la estadística es una noticia positiva, pero no es el final del camino; es, en el mejor de los casos, el comienzo de una larga y ardua travesía para sanar las heridas profundas de un país que clama por una paz verdadera, con justicia y dignidad para todos.
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