Otra vez la tragedia nos alcanza. octubre de 2025 quedará grabado en la memoria nacional no sólo por las lluvias que devastaron varias regiones del país, sino por la manera en que el Estado volvió a quedar rebasado. Lo que debería ser una emergencia natural se ha convertido, una vez más, en una evidencia dolorosa de la desorganización, la negligencia y el abandono institucional que padecen los mexicanos más pobres.
No es sólo que llueva demasiado: es que el país se desmorona por dentro. Cuando la prioridad del gobierno es la propaganda y no la prevención, la tragedia deja de ser un accidente natural y se convierte en una consecuencia política.
Las imágenes de casas destruidas, calles convertidas en ríos y familias buscando entre el lodo los restos de su vida no son nuevas. Cada año, cuando la naturaleza golpea, la historia se repite: los damnificados piden auxilio, las autoridades prometen ayuda y el tiempo se encarga de borrar las promesas que nunca se cumplen. México parece condenado a sufrir las consecuencias de la lluvia no sólo por el clima, sino por la incapacidad de su gobierno.
Lo más grave es que este desastre —que ha dejado decenas de muertos y desaparecidos— no tomó a nadie por sorpresa. Los fenómenos meteorológicos son previsibles, pero la falta de prevención y planeación se ha vuelto una constante.
Y mientras los discursos oficiales intentan suavizar el drama, miles de personas sobreviven sin agua, sin comida y sin techo. La burocracia, fiel a su estilo, responde con papeleo y declaraciones, no con acciones urgentes.
Resulta inevitable recordar la desaparición del Fondo de Desastres Naturales, el Fonden, que durante años garantizó recursos inmediatos para atender emergencias. Hoy, sin ese instrumento, la ayuda depende de la discrecionalidad política y de los fondos que “haya disponibles”. En la práctica, eso significa que la tragedia de los pobres compite con los caprichos del poder. ¿Cuántas vidas cuesta una decisión administrativa?

El gobierno ha anunciado un apoyo de 9 mil pesos para los damnificados; una cifra que, más que alivio, provoca indignación. ¿Cómo puede alguien pensar que con ese dinero una familia podrá reconstruir su hogar, recuperar lo perdido o enterrar dignamente a sus muertos? Esa cantidad simboliza el valor que el Estado le da a la vida del pueblo: poco, casi nada.
Y, sin embargo, cuando el gobierno se ausenta, el pueblo responde. La solidaridad popular, esa fuerza silenciosa que emerge en los peores momentos, vuelve a ser la verdadera red de protección. Organizaciones, vecinos y comunidades enteras se movilizan para recolectar víveres, ropa y medicinas. Esa respuesta espontánea es admirable, pero también evidencia lo que falta: instituciones fuertes, sensibles y preparadas para actuar antes del desastre, no después.
Lo ocurrido esta semana debería obligarnos a mirar más allá del agua y el lodo. Detrás de cada desastre hay desigualdad, corrupción y desinterés político.
No es sólo que llueva demasiado: es que el país se desmorona por dentro. Cuando la prioridad del gobierno es la propaganda y no la prevención, la tragedia deja de ser un accidente natural y se convierte en una consecuencia política.
México no necesita discursos de consuelo ni promesas de reconstrucción; necesita un Estado que funcione, que proteja y que prevea. Mientras eso no ocurra, cada temporada de lluvias será también una temporada de luto.
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