A lo largo de los años, se nos ha dicho que en la Constitución mexicana están establecidos los derechos que tienen los ciudadanos, y entre estos se encuentra el derecho a la seguridad pública.
También se nos ha mencionado en reiteradas ocasiones que es deber del Estado proteger la vida, la integridad física, las libertades y el patrimonio de las personas, así como mantener el orden público y la paz social.
La seguridad, aunque está reconocida como un derecho, se ha transformado en una mercancía que sólo unos cuantos pueden costear.
Sin embargo, todo ojo crítico se da cuenta de que, a lo largo y ancho del país, no hay tal garantía; basta con revisar los medios de comunicación para notar que la inseguridad transita campante por las calles y avenidas de todos los pueblos y comunidades, rompiendo la tranquilidad de las familias y, sobre todo, arrancando vidas como la hoz corta el trigo.
Según los datos de la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana, en el primer trimestre de 2025 la percepción de inseguridad se elevó al 61.9 %. Esto quiere decir que seis de cada diez mexicanos se sienten inseguros.
Además, el Inegi publicó que, para el mes de abril, el promedio de asesinatos diarios era de 58.3. También menciona que la ciudadanía que reportó haber atestiguado delitos cerca de su vivienda denunció consumo de alcohol en las calles (58 %), robos o asaltos (49.6 %), vandalismo (40.4 %), venta o consumo de drogas (39.2 %) y disparos (39.1 %).
Estos nada honrosos números nos dicen que la seguridad, aunque está estipulada como un derecho y aunque hay un responsable de vigilar que se cumpla, no se garantiza ni en lo más mínimo.
La cantidad de asesinatos diarios habla de lo fácil que es apagar una vida; los robos, los asaltos y demás delitos son una realidad que se encuentra a la orden del día y a todas horas.
Aquí surge una pregunta obligada: ¿la seguridad es un derecho o es un privilegio? La seguridad poco a poco se ha ido convirtiendo, como todo lo que sucede en el capitalismo, en una mercancía que solo puede adquirir quien puede pagarla, y eso tiene su explicación.
El neoliberalismo es un modelo económico cuya principal característica es la limitación de la participación del Estado en la economía de un país —en este caso, México—, promoviendo así la privatización. A partir de esto, podremos entender por qué no se invierte en educación, en salud y, a últimas fechas, tampoco ya en seguridad; es aquí cuando podemos decir que la seguridad se ha convertido en una mercancía que sólo algunos pueden tener.
¿Qué tiendita de la esquina tiene un vigilante? ¿Qué negocio pequeño puede pagarlo? Todos sabemos que los grandes negocios son quienes tienen la posibilidad de comprar esa mercancía.
¿Qué ciudadano de a pie puede contratar a alguien que lo cuide de un asalto en el transcurso del trabajo a su casa? Nadie. Incluso suena ilógico pensarlo, porque un trabajador que tiene por salario las monedas suficientes para sobrevivir con su familia no puede ni siquiera imaginarlo. No le queda más que transitar por la calle siguiendo su rutina diaria, esperando no ser sorprendido por un amante de lo ajeno o quedar tirado en la banqueta por una bala perdida o una confusión.
Sin embargo, este segundo piso de la Cuarta Transformación, encabezado por la presidenta Claudia Sheinbaum Pardo, nos ha dejado muy en claro que su gobierno ya no solo no puede garantizarle la seguridad al pueblo trabajador, sino que tampoco puede garantizarla a quienes fueron electos para ocupar un cargo público.
En lo que va de este sexenio ya son ocho los presidentes municipales que han perdido la vida, entre ellos dos del estado de Michoacán. Es, pues, una mercancía con valor de cambio muy alto que nos hace pensar: si eso le sucede a quien ocupa un lugar en el gobierno.
¿Qué se puede esperar que le suceda a una ama de casa, un obrero o campesino que no tiene y probablemente nunca tendrá cómo pagar esta mercancía?
La respuesta está afuera, a la vista de todos: la inseguridad permea cada rincón del país, dejando una huella de sangre a su paso, y no va a cambiar si no hay una modificación en las causas profundas, si no se reparte justamente la riqueza y se combate de frente a la pobreza.
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