Por fin se consumó la elección al Poder Judicial que impulsó el exmandatario federal, Andrés Manuel López Obrador, en su intento de concentrar todo el poder en sus manos, minando hasta donde pudo al Poder Legislativo y al Poder Judicial. El gran día llegó, sólo que la actual presidenta, Claudia Sheinbaum realizó la tarea.
La justicia no sólo requiere de legitimidad democrática, sino también de técnica, imparcialidad y, sobre todo, de independencia.
A pesar de que las autoridades electorales habían pronosticado que la participación podría alcanzar un nivel algo mayor del 20 %, los datos oficiales arrojados por el Instituto Nacional Electoral (INE) estimaron que sólo entre el 12 % y 13 % del padrón electoral salió a votar.
Como era de esperarse, la mandataria federal calificó la elección judicial como un acontecimiento “inédito, impresionante, maravilloso, democrático”.
El bajo porcentaje de participación no fue gratis: al pueblo mexicano le costó 531 pesos cada sufragio. El presupuesto para este “éxito” de elección fue de cerca de 7 mil 19 mil millones; cosa contraria si todo el padrón hubiese salido a legitimar la farsa: el costo por voto habría sido de 69.81 pesos.
Sin lugar a dudas, los resultados de estas elecciones judiciales han dejado un trago amargo y un persistente mal sabor de boca que muchos ciudadanos no pueden quitarse.
Lejos de ser la gran fiesta democrática que algunos promovieron, estas elecciones han puesto sobre la mesa profundas dudas y preocupaciones sobre la legitimidad, la participación ciudadana y, sobre todo, el futuro de la independencia judicial en el país.
La idea de elegir a jueces, magistrados y ministros por voto popular puede sonar atractiva a simple vista: un mecanismo para acercar la justicia a la gente, para arrancarla de las élites y colocarla al servicio de todos.
Sin embargo, la realidad fue mucho más compleja y, para muchos, decepcionante: la participación ciudadana fue tan baja que resulta casi un escándalo. La gran mayoría optó por la indiferencia o la abstención.
Las razones son variadas, pero todas convergen en la desconfianza y el desconocimiento: un proceso confuso, candidatos desconocidos y una percepción de que las elecciones no cambiarán realmente la impartición de justicia.
Este escenario no es sólo una anécdota. Es un reflejo de la distancia que existe entre la justicia y la sociedad. La poca información sobre los perfiles de los candidatos, sumada a la desconfianza generalizada hacia las instituciones, generó apatía.
Muchos ciudadanos sintieron que votar era un trámite sin sentido, una simulación más en un sistema que parece no escuchar sus necesidades, donde los resultados ya estaban previstos por el Ejecutivo y al pueblo solo lo estaban utilizando para legalizar la elección.
Más allá de los números fríos de la participación o las denuncias de irregularidades, lo que queda es un sistema judicial que podría salir aún más debilitado.
La justicia no sólo requiere de legitimidad democrática, sino también de técnica, imparcialidad y, sobre todo, de independencia. Convertir la elección de jueces en un concurso de popularidad o, peor aún, en un nuevo campo de batalla de la política puede tener consecuencias devastadoras.
El trago amargo de estas elecciones judiciales es, en última instancia, el desencanto de ver cómo un proceso que debía fortalecer a la justicia terminó dejándola más vulnerable.
En lugar de abrir un camino hacia un sistema judicial más confiable, se generó una nueva desconfianza que podría costar años revertir. Cuando la justicia se politiza o se vuelve rehén de intereses ajenos, todos perdemos.
Rápidamente el pueblo se está dando cuenta de que Morena está llevando a México a un sistema político autoritario donde, como se dice coloquialmente, sólo sus pistolas truenen.
Morena y sus aliados ya tienen el control de los tres poderes: el Ejecutivo, el Legislativo y ahora, con los nuevos ministros, el Judicial. Porque, aunque la presidenta y los ideólogos morenistas nieguen la cercanía de los “afortunados ganadores” con el partido oficial, la verdad está a la luz: la evidencia está documentada.
Pero no todo está perdido. Aún existe un bloque que puede hacer contrapeso a los caprichos de Morena disfrazados de reformas constitucionales. Ese bloque es el pueblo organizado, el pueblo que ya no cree en las mentiras de una sociedad de “bienestar”, donde los únicos que salen ganando son los familiares de los funcionarios.
Ese pueblo ya está despertando y se va a sumar al frente de lucha que se está gestando en el seno de este sistema podrido que tenemos en México.
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